CAMINANTE SIN DESTINO


Caminante, no hay camino,se hace camino al andar" A.Machado


Era un día cualquiera de hace más de treinta y cinco años. Me sentía cansado, con grandes deseos de no hacer nada. Es decir, lo que estaba haciendo. Pasear desganadamente, por una bella ciudad europea. Estaba semi extenuado después de pasarme una semana de entrenamiento intensivo de nihon Tai-Jitsu; cuando al cruzar una calle, rigurosamente por el paso de cebra, (que no sé por qué le llaman así, si nunca he visto ningún animal de esas características pasar por esas zonas), me topé de frente con un aviso, pegado en el cristal de una puerta, más bien estrecha. No sé por qué me llamó la atención, decía así:”Sesshin de iniciación al Zen”, luego aclaraba “para personas que no tengan ningún conocimiento sobre ello, convivencia en el Templo, duración lunes a jueves.”.

 Todavía hoy no sé lo  que me impulsó a traspasar el umbral de aquel bajo, pero allí estaba. De pie, mirando las paredes de una pequeña estancia, donde colgaban algunos brocados dorados, un par de pergaminos en japonés y una pequeña estatua de Buda, alrededor de la cual, varillas de incienso se consumían, dándole a la pequeña estancia una sensación muy particular que llamó poderosamente mi atención.


¿Señor, puedo ayudarle?-Una suave voz sonó a  mi derecha causándome un enorme sobresalto, por lo inesperada. Miré hacia el lugar y descubrí una señora, joven, con el pelo rapado, unas vestimentas de color negro y una especie de babero de color marrón. ¿Señor, puedo ayudarle?....  Por qué, todavía hoy, aquella pregunta sigue sonándome, como entonces, afirmativamente: ¡¡Señor, puedo ayudarle!!


Como pudimos nos fuimos entendiendo, ella intentando que yo la comprendiera y yo intentando que ella entendiera lo que yo deseaba saber; y así cada uno en su idioma intentamos comprendernos mutuamente. Fue enseñándome las diferentes estancias del lugar. Todo es aquí pequeño... sin adornos superfluos. Limpio...muy limpio...De vez en cuando nos cruzábamos con algún hombre o mujer, a veces jóvenes y otras menos jóvenes y entonces, como si se dieran permiso se inclinaban con las manos delante de la cara, en el más absoluto silencio, y continuaban con su quehacer...

Un momento mágico bullía en mí al recorrer aquellas pequeñas estancias, en el más absoluto silencio, roto en escasas ocasiones por mi acompañante al intentar explicarme algo...

 Un sonar de campanillas me sobresalta, su sonido parece salir de todas partes. Me doy cuenta de que estoy durmiendo y no quiero despertar. Oigo bullicio a mí alrededor. Abro los ojos. Estoy rodeado de gente extraña. En una estancia extraña y pequeña; hay dieciocho colchonetas extendidas en el suelo, distribuidas unas enfrente de otras, dejando un pasillo central de unos cincuenta centímetros donde tradicionalmente se alinean las cabezas para descansar.

 Con premura nos levantamos, lavamos, nos vestimos y recogemos la ropa, bien dobladita a los pies de la colchoneta.

Miro el reloj, son las cuatro de la mañana..... Y yo muerto de sueño.

Nadie habla, no sé que tengo que hacer y opto por seguir a los demás. Entramos en una sala que luego descubriría que se llama Zendo: Lugar donde se practica el Zen. Cada uno va ocupando su lugar. Saluda con las manos juntas hacia el centro y se sienta en un cojín redondo. Dediqué el tiempo a observar la estancia y a las personas que allí nos encontrábamos y aunque la luz no era demasiado buena, calculé que el lugar tendría 20 metros de largo por 5 de ancho. Observo que hay hombres y mujeres, vestidos de formas diferentes. En el lado donde yo estoy, todo el mundo vestido informalmente, predominando el color oscuro. Al otro lado, hombres y mujeres también, todos con la cabeza rapada. Vestidos de negro y tapados con un manto negro, dejando al aire su hombro y brazo derecho. Una pasada... se oyen sonidos de campana y un hombre entra en la estancia, al igual que los demás viste con ropas y se tapa de la misma manera, pero su manto es de color marrón. Saluda tres veces hacia el centro, dirigiendo sus reverencias a una estatua que se encuentra  casi al final de la estancia. Luego toma asiento a un lado del paso de entrada, nos devolvemos mutuamente el saludo y, quiero entender que nos está explicando lo que hemos de hacer. De pronto  dos de los vestidos de negro, que más tarde comprendería que eran monjes Zen, se acercan a nosotros y uno a uno van colocándonos las manos, intentando que crucemos las piernas, las  mías imposible y entonces me las deja juntas, con las rodillas tocando el suelo. De repente suena el gong y giramos mirando al muro, a unos cincuenta centímetros de distancia, observo a mi alrededor e intento ir haciendo lo que hacen,...saludo....recomposición de la postura... colocación de las manos.... comienza el zazen
Aquí da comienzo el tormento de mi vida. Las rodillas comienzan a dolerme enseguida... soy incapaz de estarme quieto...me pica la cara...mi barbilla se abandona sobre mi pecho... el dolor es cada vez más y más insoportable... se me seca la garganta. ¡Ya no puedo más! intento cambiar de postura, no se oye nada, no puedo hacerlo porque entonces molestaré a todo el mundo. Pienso en levantarme y mandar todo esto al “carajo”. Noto que alguien se ha situado detrás de mi, no ha habido ningún ruido, pero noto su presencia. Unas manos se apoyan en mis hombros, dulcemente .Suavemente situa mi cabeza como tiene que estar. Corrige la postura de mis manos. Desliza una de sus manos por mi espalda haciendo que se ponga recta. Me da unos pequeños toques en los hombros que me tranquilizan.

Disimuladamente miro mi reloj (la próxima vez lo colocaré en la parte interna del brazo, para no tener que girarlo para ver la hora.) ¿Veinte minutos? ¿Solamente llevamos veinte minutos? ¡Dios mío!, si creí que llevábamos así dos horas, por lo menos. Bueno aguantaré un poco más seguro que cuando llevemos treinta minutos, terminaremos. Y así fue pasando el tiempo, con ruidos de campana. Intenté mirar de reojo a mí alrededor y comprobé que había  otras personas que disimuladamente levantaban sus rodillas del suelo. Hice lo mismo y me sentí aliviado. Miré de nuevo el reloj, todavía faltan cinco minutos para la media hora. ¡Aquí no pasa el tiempo ni de coña! Pensé para mí.

De vez en cuando intentaba mantener la espalda recta y la barbilla levantada; pero el dolor iba  aumentando sin parar y ampliándose a todas las partes del cuerpo y por si fuera poco me entró una gana tremenda de ir al servicio. Volví a mirar de reojo a los demás nadie se movía. Miles de pensamientos bullían en mi  cabeza. Que digo miles... ¡Millones! ... Yo que sé. Miré de nuevo el reloj, ¡Por fin habían pasado los treinta minutos! Respiré aliviado... otro sonido más de la dichosa campana...Dios, que termine ya esto. Y el tiempo continuó inexorablemente.

¿Pero que pasa aquí, estos tíos y tías son masoquistas, o que?  Te lo juro no puedo más, me duele todo, la espalda, el cuello, las costillas las rodillas, los pies se me han dormido, los hombros, los brazos tengo ganas de mear y por si fuera poco ahora empiezo a tener hambre. ¡La madre que me parió!, ¿Quién me mandaría a mi meterme en este berenjenal? No, nada más que esto termine me levanto y me voy. ¡Coño! ¿Cuando va a terminar esto de una puñetera vez? Esta gente está loca. Madre mía no puedo soportarlo más. Voy a desmayarme y estos imbéciles seguro que ni se menean para ayudarme.


Me pierdo en las profundidades de mis pensamientos, intentando no pensar en el dolor y de repente un sonido atronador me asusta brutalmente, parece que diez mil rayos han caído dentro del local. El suelo, las paredes retumban con el sonido del Tambor ritual, que se alterna  con el sonido   refrescante de la campana. El zazen ha terminado. Miro nuevamente el reloj y una hora exacta ha transcurrido. ¡Una hora! ¡Que bestialidad! Y ahora que hago con las piernas....pues poco a poco fueron desentumeciéndose.

Ordenadamente miramos de nuevo para el centro, frotándonos las piernas, estirando las manos  y haciendo cualquier cosa que nos desentumeciera.

Nos levantamos, caminamos, vuelta y vuelta con pasos cortos y postura bien definida. Despacio...lentamente. ¡Más exasperación para mí! (Yo soy una persona acostumbrada a luchar, a la rapidez de movimientos. ¿Qué leches pinto yo en todo esto? ¡Maldita sea!). Así no se cuanto tiempo, en el más profundo silencio. De pronto el golpeteo en el tambor de madera y el sonido de la campana. Todos saludamos y volvemos rápidamente, (ahora les entran las prisas a estos) a nuestro lugar de origen. (Por fin, pensé, esto se terminó).¡¡Pues no!! Mira tú por donde.

 Todos se sentaron, nos sentamos, ahora en seiza-menos mal-algo que no me es desconocido. Y dio comienzo el sonido del tambor de madera, salteado con sonidos del gran cuenco y una pequeña campana que alguien sostenía en sus manos, dando ritmo, entradas, terminaciones. De pronto todos los  monjes se pusieron a recitar, con un sonido especial, diferentes  cosas. Y así, entre golpe y golpe del tambor de madera, el cuenco, la campanita, el recitar, cantar o no se que leches era aquello; una hora y media más, que se eternizó en mi interior.


Luego vino el desayuno. ¿Desayuno? Un té, o algo parecido, con unas pastas y acto seguido nos fueron separando en grupos para hacer SAMU (concentración sobre el trabajo manual). Pidieron voluntarios para la cocina y yo intenté pasar lo más desapercibido posible, y lo conseguí pero me tocó, con otros, limpiar los aseos y letrinas. ¡Que bien!¡¡Otra vez la puñetera mili!!


No sé el tiempo que pasó, más de pronto el sonar rítmico de dos trozos de madera al chocar, primero lentamente y luego, cada vez más rápido. Hizo que todos saliéramos pitando hacia otra sala. Nuevamente nos sentamos. El Maestro estaba sentado en un sillón alto y sobre un rojo zafu. Comenzó a hablar, me pareció querer entender que hablaba sobre la respiración. Voz uniforme, olor a incienso, luz tamizada...conformaban una atmósfera algo especial que parecía estar al margen de la sociedad en la que vivíamos al otro lado de estas dependencias.

De pronto el Maestro comenzó a cantar, voz potente que parecía salir de la profundidad de las entrañas, acompañado por algunos monjes. Observé que faltaba gente. Bien-pensé- a lo mejor estarán descansando. Pero no, más tarde los volví a ver repartiendo ceremoniosamente la comida, cuando eran las doce del mediodía. Eran los que se habían presentado voluntarios para el servicio de cocina.

Una hora de descanso, ¡Por fin! y vuelta a empezar. Nuevos umbrales de dolor que no cede haga lo que haga. A las 6 la cena. Luego más zazen, más comparsa y mas cánticos. Y a las diez en la colchoneta, que a las cuatro hay que comenzar de nuevo.

 Así todo el día siguiente, con algunos cambios en las conferencias. Pero mi dolor ya no era soportable para mí, nada de aquello iba con mi forma de ser; por eso después de la comida del martes, les hice saber que tenía que irme imperativamente. Salieron muy correctos a despedirme a la puerta y aunque me citaron para una nueva ocasión, ellos, Maestro y secretaria, y yo comprendimos que era una despedida sin retorno....Y así fue. Nunca nos hemos vuelto a ver.

¡Que dolor de cabeza!¡¡Cuanta agitación interior!!

Un tiempo después, recibo la información:” El Maestro ha muerto en su casa de Japón” y algo indescriptible se desgarró dentro de mi; sin quererlo comencé a llorar y fue entonces cuando me di cuenta de mi ignorancia y  lo que había perdido por egoísta y vanidoso.

-“Señor ¡¡¡puedo ayudarle!!!” -“Señor ¡¡¡puedo ayudarle!!!”- Ciertamente estoy convencido de que podía y que de alguna manera-no se como- pero siento que lo está haciendo; no en balde su dulce voz, resuena en mi interior constantemente llenándolo todo, dejando un maravilloso poso que solo puede entenderse dentro del más insondable silencio interior.


 Y este inolvidable hecho dio paso a una forma de sentir la vida, de vivirla, a través de una práctica sincera del Zen, en la que después de tantos años sigo, y seguiré mientras pueda.

“Caminante...¡¡si hay camino y se llama Zen!!”. “Pero unos comprenden y otros no comprenderán jamás.”

 Nada más es necesario decir; por ello callar es lo razonable. Esta es la experiencia sobre el lujo de las palabras.

 Dossío
Zen-Chisiki